Ojos erectos y manos trémulas quebraron
la habitación diecisiete de un portazo: La desgracia alojó a Edgardo.
La
secreción de sus pasos fétidos torcieron los cuadros renacentistas de la pared:
La Gioconda se desequilibró. Y la mirada de Edgardo profanó el techo espejado
de la pieza del hotel.
Ahora,
arrastraba el peso moribundo del goce reprimido hasta la cama. Mamá gritaba. Los
recuerdos blancos rozaban su cuerpo de culpa. Es que mamá siempre pululó casta
en su nuca.
No
más.
Mamá
no podía moverse.
La
mano purgaba de enredos puros su cabeza oscura. No hay fantasmas. Mamá. El
placer frotaba la prohibición que durante años ciñó el deseo. Edgardo no pensaba.
El grito de mamá se volvía lamento con cada movimiento histérico. La mano no
descansaba. Mamá no podía verlo.
Se
endurecía. Mamá se abollaba. Se volvía autómata; y mamá ya no era mamá. Relajaba
y contraía sus músculos maníacamente. Mamá se extendía ajada. Sacaba filo al
extremo. Mamá se recortaba en la cama. Edgardo ponía sus manos al día, sin
CE-SAR, sin CE-SAR, sin CE-SAR. Mamá. Ejercitaba su cuerpo. Se balancea. Sus
ojos semiabiertos delataban el placer de la pérdida de ataduras impuestas.
Vibraba. Ojos secos, cada vez más abiertos. No Veía. Gozaba subiendo y bajando
su brazo. El zigzag goteaba a chorros. ESTALLÓ. La manía pegajosa acabó con un
alarido. Sus ojos eructaron desquicio. El rencor del cuchillo se relamía en el
cuerpo frío de la madre. Edgardo estaba rojo. Mamá hecha pedazos.
Ojos
horrorizados miraban desde el techo espejado de la habitación salpicada de
remordimiento. Mientras, la Gioconda le sonreía retorcida dándole el visto
bueno.
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