viernes, 3 de mayo de 2013

La pendiente de una asignatura


                                        
 
         Ojos erectos y manos trémulas quebraron la habitación diecisiete de un portazo: La desgracia alojó a Edgardo.
La secreción de sus pasos fétidos torcieron los cuadros renacentistas de la pared: La Gioconda se desequilibró. Y la mirada de Edgardo profanó el techo espejado de la pieza del hotel.
Ahora, arrastraba el peso moribundo del goce reprimido hasta la cama. Mamá gritaba. Los recuerdos blancos rozaban su cuerpo de culpa. Es que mamá siempre pululó casta en su nuca.
No más.
Mamá no podía moverse.
La mano purgaba de enredos puros su cabeza oscura. No hay fantasmas. Mamá. El placer frotaba la prohibición que durante años ciñó el deseo. Edgardo no pensaba. El grito de mamá se volvía lamento con cada movimiento histérico. La mano no descansaba. Mamá no podía verlo.
Se endurecía. Mamá se abollaba. Se volvía autómata; y mamá ya no era mamá. Relajaba y contraía sus músculos maníacamente. Mamá se extendía ajada. Sacaba filo al extremo. Mamá se recortaba en la cama. Edgardo ponía sus manos al día, sin CE-SAR, sin CE-SAR, sin CE-SAR. Mamá. Ejercitaba su cuerpo. Se balancea. Sus ojos semiabiertos delataban el placer de la pérdida de ataduras impuestas. Vibraba. Ojos secos, cada vez más abiertos. No Veía. Gozaba subiendo y bajando su brazo. El zigzag goteaba a chorros. ESTALLÓ. La manía pegajosa acabó con un alarido. Sus ojos eructaron desquicio. El rencor del cuchillo se relamía en el cuerpo frío de la madre. Edgardo estaba rojo. Mamá hecha pedazos.
Ojos horrorizados miraban desde el techo espejado de la habitación salpicada de remordimiento. Mientras, la Gioconda le sonreía retorcida dándole el visto bueno. 

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